I
Estaba sentado al pie del campano bajo el sol de medio día que amenaza con incendiar potreros, contemplando la hierba marchita con la cabeza metida entre sus piernas. Pensaba en la muerte.
Cuando era niño, el barrio parecía distinto y bullicioso. Ahora, el único canto audible -hasta donde podía escuchar- era el viento seco y desértico en el campo solitario. Quién iba a creer que crecería tan rápido para constatar, no sólo el estrago de su vida, sino también el del mundo.
Era uno más en el territorio de la esperanza perdida. Llevaba el pelo largo, hirsuto, sucio. Vestía con el único pantalón y camisa que le habían quedado de largas travesías. Tenía una barba insípida y los ojos tristes. Todo delataba su estado de salud a pesar de la edad, tenía apenas veinticinco años. Aun así, arrastraba la impotencia de no haber logrado éxito alguno.
Aquella tarde, a pesar de todo, se sentía completo. Las imágenes de otra vida quedaban atrás sin remedio; ahora se encontraba de frente con su rostro en las garras de la desesperación.
Había retornado a la ciudad después de cinco años buscando solución a la aflicción que el país paisa no alcanzó a curar. Según sus cálculos demoraría una semana, pero ya iban meses de angustias y pensamientos erráticos que no vislumbraban final. Rastreaba su condición en las calles, en las plazas, en los parques, en las avenidas donde menos estaba. Hasta ese día impensado en que un viejo amigo lo citó por la mañana en el cementerio central.
II
Las bóvedas parecían edificios de posguerra y el joven que lo acompañaba era flaco y melancólico. Había perdido su ojo izquierdo por una puñalada casi mortal. Al doblar la esquina, apareció ante sus ojos una lápida iluminada que negaba a reconocer como suya hasta que Colino señaló con el dedo, encima de su cabeza, su nombre y apellido:
- Antonio Castro, tu dolor terminará aquí.
Para Antonio resultaba difícil aceptar que su cuerpo fuese sepultado en la tierra de sus abuelos. Después de tanto vagar por el país, de andar por calles, ríos y montañas, para él, esto era improbable. Su amigo lo observaba mientras prendía un cigarrillo de marihuana.
-¡Y pensar que huiste tantas veces! Pero ahora sabes que yaces aquí. Exclamó Antonio para sí mismo mientras soltaba una bocanada de humo espeso.
Colino también fumó, aspirando fuerte el entrañable olor de la hierba seca. Después caminaron un poco más entre las tumbas y se despidieron.
No sabía adónde ir. Quedó detenido frente a la puerta principal de la capilla en penumbra. Los escalones bajaban directo a la calle veinte. Sin un peso en los bolsillos, Antonio deambulaba y un sinfín de ideas absurdas atravesaron los escombros de su mente. En completo desorden se le ocurrió asaltar un banco; tomar por rehén a algún adinerado y extorsionar a la familia; arrancar cosa de valor alguna a un transeúnte y salir corriendo… Nunca fue capaz de hacerle daño a nadie, siempre conservó la honradez de su estirpe. Respiró profundo y descendió hasta el parque de los periodistas.
Buscó en los rincones de esa zona de la vieja ciudad. Se dirigió a lugares inconscientemente, a esquinas solitarias, sitios cual oscuridad le perseguían. Un grafiti como confirmación de su errancia apareció diciéndole: “CAOS”. Nuevamente la ciudad, hablaba por medio de sus paredes. Continuó su andar y recordó las palabras de su lejano amigo Gabriel, cualquier tarde en la Universidad: “La mugre está por todos lados”.
Absorto en su abatimiento, se dirigió sin saberlo hacia la iglesia del parque central. El ruido de las motos y sus pitidos se fundía con el resplandor del concreto caliente. A esa hora, casi al borde de los cuarenta grados, pensar era imposible. En su caminar, aparecían elementos anómalos, catástrofes de existencia embelleciendo la ruina del mundo. Sin ocupación alguna, Antonio pertenecía a un tipo de ejército que lucha contra la idea de una producción masiva e infinita, que no deja más que enfermedad, ruido y pavimento.
Continuará...
*Cuento escrito por: Dayan A. Tuirán Berbel.
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