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LEOPOLDO O LOS IMPONDERABLES DEL ADIÓS


Leopoldo Berdello de la Espriella. Ilustración de Catalina Calle.

Días de reportero…

En 1987, tras una segunda estancia de 6 años en Bogotá, regresé a Santiago de Cali animado por un par de proyectos quijotescos: constituir para la Unión Nacional de Escritores, UNE, su seccional Cali y fundar el periódico El Emisario, Primer Periódico Cultural del Valle (la instalación formal de la UNE CALI la harían César Pérez Pinzón y Rosita Jaramillo, directivos nacionales que yo alojaría en el Hotel María Victoria, a dos cuadras del Parque Cayzedo).  En El Emisario, publicación que como era de esperarse tuvo un breve trasegar, un año después estaría yo registrando la incomprensible muerte -por las circunstancias extrañas que la rodearon- de Leopoldo Berdella de la Espriella, joven autor de la costa atlántica colombiana, ganador del IV Premio de Literatura Infantil ENKA con su obra Juan Sábalo y prometedora figura de las letras nacionales y latinoamericanas.  El testimonio de la afectación profunda que el lamentable hecho produjo en mí y en los círculos literarios y artísticos de Santiago de Cali quedó consignado en la nota póstuma que escribí y publiqué en mi periódico "terco y maldito" como Leopoldo lo llamaba y que hoy, 32 años después, retraigo con toda la intención de evitar que el olvido se ensañe con su nombre y con su obra. 

TESTIMONIO 

Leopoldo o los imponderables del adiós


El martes 16 de agosto, hacia la medianoche, la muerte  –parca segura-  rondaba tu casa de esquina.  Esa noche tu hogar, escampadero de arte y de letras, era una sola fiesta.  Tus amigos y Lucy tu mujer y Leonardo tu hijo y tú mismo Leopoldo, celebraban uno más de tus logros.  La beca de Colcultura era un pretexto para hacer de la vida un relajo.

Y esa noche de martes  –premonitoria conjugación de día y hora-  eras la carcajada de siempre.  Esa risotada que tomaba del pelo a los tradicionalismos, ismos que mirabas apenas de soslayo sin dar nunca crédito a sus qué dirán.
La noticia de tu muerte me llegó al mediodía del miércoles cuando la canícula del meridiano asoleaba las fatigas. El portador de la mala nueva tuvo que ser Héctor Moreno González, ese maestro amigo de dialéctica fluida y portentosa memoria.  Héctor me llamaba porque le aterraban los rumores que circulaban por las emisoras de Cali, comentarios que te colgaban de la yerta guadaña de la muerte. Y al llamarme quería encontrar la voz autorizada que espantara sus temores.
Pero no fue así.
Y tu muerte suspendió mis ideas, aplazando mis afanes cotidianos.  En un segundo evoqué, apoyado en la estatura de tu nombre, tu imagen.  Resucité el instante en que nos conocimos, la oficina de redacción que compartimos en el diario Occidente, los gustos literarios, musicales y etílicos que en aras del bendito amor por las causas del espíritu, nos hermanaron.  La vida, la misma que nos presentó bajo la tutela paternal del finado Raúl Echavarría Barrientos en el periódico de los Caicedo, nos reunió sin cita previa en los horizontes de Cartagena, Ibagué y Bogotá. Siempre al son de lo mismo: la vocación del lenguaje, el oficio de la palabra.
Ahora dizque te has ido.  Y no fui capaz de visitarte en tu último lecho.  No.  Muy frescas estaban tus risas y muy vivos tus últimos chistes contados sin permiso de nadie en los acordes de tu guitarra vallenata.  Cantabas.  Desafinabas cuando, contentos por la reaparición de El Emisario, abrazábamos mis planes, besábamos tus proyectos.  Te fuiste cuando tu vida parecía más plena que nunca.  Y los amigos tuyos, aquellos que sabíamos de tus pasiones inconfesables por esta Cali que te enredó en los hechizos de sus mujeres de faldas cortas, sentimos que el departamento de Córdoba y con él la costa toda, nos gastaba una mala broma.  Y nosotros, periodistas enseñados a ir tras la noticia, no creímos la de tu muerte. Por eso se nos estancaron las lágrimas. No creímos tu muerte Leopoldo.  Vanos que somos.  Esta es la hora que no nos convence porque muy cerca, ayer no más, están las vivencias que estrecharon nuestra amistad, anécdotas que mencionan tertulias despidiendo tufos de rones añejos.  Germán Vargas Cantillo, el periodista eterno de Barranquilla, aquél que te descubrió un buen día en Sahagún gritando tus poemas en el parque principal y que consiguió que Juan Ignacio Frayle publicara en Plaza & Janés tu primer libro, debe haber revisado en su cubículo de El Heraldo –sin tragar entero- el télex que crecía con el luto de tu muerte.  Y la literatura criolla y Lucy tu mujer y Leonardo tu hijo y los que te conocieron, los que te odiaron y los que te amaron y yo, tampoco nos tragamos el cuento. Porque eso de tu suicidio es la última fábula que escribiste.  El magín creador de tu universo buscó nuevos colores para narrarnos tu postrer relato. Texto fantasioso, onírico como las historias que te legaba Digna Helena, tu hermana mayor, en las estaciones quietas del Cereté de tu infancia.
Partiste Leopoldo.  Sin despedirte de muchos abriste tus brazos a la posibilidad de la soledad inmóvil. Sin apurar a nuestro lado la última cerveza, partiste.  Como Juan Sábalo te extraviaste en un caudal de confusiones y el Sinú, ese río que inspiró tu oda mayor, arrastró con el pescador de la Ciénaga de Ayapel, arrastrando contigo.  Y lloró. Lloró diluvios bíblicos por ti, su Juan Sábalo de corta talla y kilométrico nombre.  Y su dolor anegó a toda Córdoba, la provincia de algodón que te parió con sus mugidos de leyenda.
Adiós, viejo querido.  El Emisario, este periódico terco y maldito como le llamabas, estará aguardando siempre tus artículos.

RENÉ GONZÁLEZ-MEDINA* 
EL EMISARIO - Primer Periódico Cultural del Valle
Año II N° 3 – Santiago de Cali, octubre de 1988
*René González Medina: escritor, poeta y periodista colombiano. 
Fotografía tomada del blog "Viajeros en el arte". https://viajerosenelartecom/rene-gonzalez-escritor-poeta-y-periodista/


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